27.2.15

La música del cine



Fiel a su crítica pertinaz del advenimiento de la industria cultural y la sociedad de masas que retroalimentaba, Theodor Adorno receló también de las relaciones, a su juicio, poco confiables entre cine y música. Allá en los años 40 del siglo precedente, durante los cuales compendiaba el corpus analítico que hasta hoy ha tenido no inmerecida influencia en el acercamiento que la academia pueda hacer a la avasallante proliferación cultural a la que dio pie la posibilidad de la reproducción mecánica de las artes canónicas, y que comprensiblemente atemorizó a pensadores como Walter Benjamin, y ganó el desprecio de artistas tan encomiables como Francis Scott Fitzgerald. El doctor Adorno no querría sospechar, no se podría pedirle tanto, que ese Armagedón entrañaría respuestas de los mismo artistas, a saber, cineastas, escritores, músicos, creadores plásticos y sus epígonos en un craftmanship cada día más especializado.
Al cine se le ve como la séptima de las artes por contener a las seis previas; las artes del espacio, arquitectura, pintura y escultura; y las tres del tiempo, la música, la danza, la poesía. Primero fueron la música y la arquitectura, la primera choza edificada, el primer canto elevado ante la intemperie por entonces sin dios.
Declaraba más o menos recientemente, el conspicuo realizador estadounidense Jim Jarmusch:
“La música probablemente me ha dado mayor inspiración que cualquier otra forma (de arte) porque es la forma más pura, es como otro lenguaje. Cuando empiezo a escribir un guión pongo atención en la música, de modo que me estimule las ideas y la imaginación. Cuando, por ejemplo, trabajaba en Dead Man (1995) pensaba en las secciones instrumentales que Neil Young hacía con (la banda) Crazy Horse”.


Andrei Tarkovski no pudo titular mejor su libro Esculpir en el tiempo: eso es el cine, buscar la forma en el tiempo, con sentido rítmico y pictórico a una.
El profesor Adorno asistió a una etapa del cine en la que la música todavía no superaba, salvo excepciones, la función ancilar de la melodía en lo que él catalogaba mezquino “vida fotografiada”, sépase, el cine.
Pero, si bien la posteridad le ha dado la razón en mucho a parte del análisis pergeñado en La dialéctica de la Ilustración, es de lamentar, quizá, que Adorno y demás profesores de Frankfurt no vivieran más, para presenciar el desarrollo que la música ha tenido de la mano del cine, como artes simbióticas.
Nada más parecido a una partitura que un guión de cine: signos que prefiguran, disuaden a una realización (performance) impredecible en muchos aspectos.
Valga esta sumaria disertación para llamar la atención sobre cuatro grandes compositores de cine, cuya obra habrá de sumarse a la historia de la música, si tal cosa todavía existe. El campo de la creación musical se ha trasladado a las bandas sonoras del cine, en un mundo lleno de ruido.
Esos cuatro son: Carter Burwell, músico dilecto de los hermanos Coen, autor además de la partitura del último film del maestro Sidney Lumet, Before The Devils Knows You’re Dead (2007), gran orquestador y exquisito melodista de sólida formación clásica; Hans Zimmer, el extraordinario creador de músicas cinematográficas favorecido por directores como Cristopher Nolan, y cuya partitura para Interstelar(2014), la más reciente del cineasta de marras, deviene un corpus perfectamente continuo, sinfónicamente concebido (el compositor prefiere emplear la gran orquesta antes que los recursos de la electrónica); Steven Price, autor de las líricas atmósferas sonoras de Gravity (2013) de Alfonso Cuarón; y James Howard, compositor de la música de Nightcrawler (2014), en la que luce un acendrado bagaje clásico que funde estupendamente a las posibilidades sónicas del pop rock.
No en balde, figuras del ámbito de la música académica, directores de orquesta del canon sinfónico, voltean la mirada, tarde y apresurademente tal vez, al campo de la creación fílmica. ¿Estará ahí el camino que ha de transitar la historia de la música en adelante?



No hay comentarios:

Publicar un comentario