‘El Exorcista’, 1973, de William Friedkin, fue elegida como la gran película del terror por los jóvenes ingleses convocados por el crítico Adam Sherwin.
En la noche, ¡los muertos en vida emergen de sus tumbas y vienen hacia nosotros sedientos de sangre y ávidos de carne humana…! En el cine, el terror es moneda de uso corriente. No hemos nacido y ya el terror cinematográfico se ha apoderado de nosotros…
Esta fue la apreciación del crítico inglés Adam Sherwin cuando dio a conocer las 25 películas más terroríficas que los jóvenes cinéfilos ingleses seleccionaron entre 2.000 títulos. Como toda lista, (¡y se han hecho muchas!), ésta resultará tan arbitraria como cualquier otra.
Psicosis, la célebre película de Hitchcock, figura en octavo lugar. Los pájaros, en el puesto 18; Sé lo que hicieron el pasado verano en el 20 y Candyman en el 25.
Lo asombroso está en que muchas de las películas seleccionadas existían antes de que estos jóvenes ingleses vinieran al mundo o soñaran en nacer; como si sus preferencias cinematográficas provinieran de un más allá que no puede estar muy lejos de sus respectivas fechas de nacimiento, de sus propias cunas; como si antes de nacer ya estuviesen estos adolescentes prefigurando sus personales deleites de terror esperando por la Linda Blair de El Exorcista; por Laurie, la cuidadora de niños de Halloween y por el niño de seis años que asesinó brutalmente a sus padres. Es como si anhelaran encontrarse frente al psicópata de la calle Elm que asesinaba primero a los adolescentes en sus sueños y luego los remataba en la vida real.
Las primeras manifestaciones terroríficas del listado son, en orden de preferencia, El Exorcista, 1973, de William Friedkin; Halloween, 1978, de John Carpenter; El resplandor, 1980, de Stanley Kubrick; Pesadilla en la calle Elm, 1984, de Was Craven; Alien, 1979, de Ridley Scott; El cazador, 1963, de Robert Wise; Un lobo suelto en Londres, 1981, de John Landis; Psicosis, 1960, de Alfred HItchcock; y Tiburón, 1975, de Steven Spielberg.
Hay, desde luego, insomnes deidades del terror que inspiran compasión por sus desventuras: la Momia del joven faraón deambula bajo la luz de la luna y se ve obligado a matar para poder vivir mientras busca a Ananka, la princesa egipcia muerta hace más de 3.000 años y a la que amó bajo el sol del desierto. El inocente monstruo de Frankestein, obra de un científico perverso, desconoce la maldad; el desdichado Larry Talbot es el único en sentir remordimientos porque se sabe víctima de una maldición que lo obliga a convertirse en lobo y vagar en las noches de luna llena matando a dentelladas a las personas que encuentra; Drácula, el Voivoda, está condenado a no poder verse en los espejos, a ser una sombra de su propia sombra arrastrando por la eternidad una muerte en vida sin conocer el amor.
En la hora bolivariana consideraría ocioso preguntarme cuáles serían las películas que integrarían mi listado de terror porque me he convertido en la captahuella del terror. Lo prueba el clima de espanto que me enmudece el alma: la angustia de perder la vida por alguna miserable banalidad; ver morir a mis amigos y seres queridos a manos de los malandros, de un guardia nacional o de algún policía bolivariano; agonizar en la cárcel y recibir palizas en el Sebin del Helicoide por expresar mi opinión; constatar que no hay medicinas pero sí narcotraficantes enchufados en el gobierno y encontrar que un pimentón cuesta ochenta bolívares. Son hechos y situaciones que superan a los ilusorios monstruos del mal que me acechan desde las pantallas disolviéndose en vómitos gelatinosos y a los zombies que clavan los dientes en los cuerpos de sus víctimas como si fueran goleadores uruguayos. Y lo peor: ver a los jerarcas del chavismo aparecer en televisión vistiendo unas patrióticas banderas convertidas en espantosas chaquetas mientras pasa a sus espaldas un pájaro enorme con la cara de Hugo Chávez, el verdadero culpable de la desintegración del país, piando: “¡A la batalla! ¡A la batalla!”
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