Con el estreno de Cuando quiero llorar no lloro, el 11 de abril de 1973, comenzó el Nuevo Cine Venezolano, expresión que es conveniente utilizar para distinguir el cine nacional que se hizo desde ese año hasta 1979 del que se hizo a partir de 1981, cuando fue creado Fondo de Fomento Cinematográfico. La película de Mauricio Walerstein llegó al segundo lugar de recaudación. Por eso se ha dicho también que su estreno inició un “boom” del cine nacional.
En 1974 vendría La quema de Judas de Román Chalbaud, que llegó al cuarto lugar de ingresos por taquilla. Al año siguiente fueron Crónica de un subversivo latinoamericanode Walerstein, Sagrado y obsceno de Chalbaud y los primeros créditos otorgados por el Estado para la realización de películas.
Llegaron a seis los estrenos nacionales en 1976, entre ellos Soy un delincuente de Clemente de la Cerda, Canción mansa para un pueblo bravo de Giancarlo Carrer yCompañero Augusto de Enver Cordido. En 1977 se estrenó la mejor película del Nuevo Cine Venezolano, El pez que fuma de Román Chalbaud, y hubo un salto a 11 filmes nacionales. Fueron 14 estrenos en 1978 y 11 en 1979.
Una razón a la que se atribuye el éxito de Cuando quiero llorar no lloro, y las películas que le siguieron, es que el público podía reconocer como venezolanos los personajes, las situaciones y el lenguaje, y ver Caracas y otros lugares del país en la pantalla. La adaptación de una obra conocida de la literatura nacional es otro recurso característico del cine que busca historias de éxito comprobado. Además, se realizó una campaña de promoción como no se hacían en el país.
Luego hubo una coincidencia que propició el crecimiento del cine nacional: entre 1973 y 1974 los precios del petróleo pasaron de 3 a 12 dólares por barril como consecuencia del conflicto en el Medio Oriente. Los recursos extraordinarios con los que contó el Estado dieron hasta para financiar la producción de películas. La gente también tuvo dinero para ir al cine: entre 1976 y 1979 la población en estado de pobreza en Venezuela no pasó de 14,36% en ningún semestre, ni la pobreza extrema de 4,81%, según José Ignacio Silva y Reinier Schliesser.
También hay que considerar un factor político: la consolidación del bipartidismo AD-Copei. Entre 1973 y 1988 ningún candidato de otra organización logró sacar más de 5,18% de los votos en los comicios presidenciales. La ausencia de contendores que pusieran en riesgo el sistema de dos partidos pudo haber propiciado la apertura cultural que llevó a otorgar los recursos para hacer cine a realizadores que, en general, expresaron opiniones disidentes de izquierda.
Pero si el cine venezolano logró triunfar fue también por las características que permiten llamarlo “nuevo cine”. Una referencia lejana es el Nuevo Cine Latinoamericano de los años sesenta. Más cercana, las películas hechas en la región en aquella época en las que se intentó conjugar mensaje político, calidad artística y atractivo comercial, como La Patagonia rebelde (1974) de Héctor Olivera, de Argentina;Canoa (1976) de Felipe Cazals, de México. Una fórmula parecida, salvando las distancias, era la de Cuando quiero llorar no lloro.
Hijo de Gregorio Walerstein, uno de los productores más importantes del cine mexicano, Mauricio Walerstein tuvo olfato para las oportunidades que ofrecía la Venezuela petrolera y democrática, e hizo que en Cuando quiero llorar no llorocristalizara el modelo de un cine comercial, pero también cultural y de autor, y que en ese momento era una alternativa para la expresión de ideas y maneras de entender la realidad que eran consideradas de izquierda, aunque generalmente sin ir más allá de representar la rebeldía como una manifestación contracultural.
Para llevar espectadores a las salas, un cine como ese tenía que plantearse la competencia con Hollywood y la televisión. Era el reto que afrontaban los nuevos cines en todo el mundo. En el primer caso, las características que propiciaban la identificación del público nacional con la película eran también un factor de diferenciación del cine extranjero. Pero para poder competir había que tener también un producto de características industriales, aunque no existiera una industria del cine en Venezuela.
Había que encontrar, además, un lugar en el mercado de exhibición para el Nuevo Cine Venezolano, y ese lugar existía en la cartelera nacional. A comienzos de la década de los años setenta eran taquilleras películas dirigidas a gente que iba al cine en busca de un entretenimiento cultural de lenguaje accesible, y que le ofrecieran temas políticos y sociales que estimularan a reflexionar y a debatir. También eran populares los filmes con los que se identificaban los simpatizantes de las expresiones contraculturales de rebeldía.
En 1970 Z de Costa-Gavras, filme emblemático del cine político espectacular europeo, llegó al tercer lugar de recaudación en Caracas, y al año siguiente Las fresas de la amargura (The Strawberry Statement), una película sobre el movimiento estudiantil estadounidense, fue la quinta. En 1972 las primeras en recaudación fueron El padrino(The Godfather) y Contacto en Francia (The French Connection), dos filmes de autor del Nuevo Hollywood, en los que se combinan la calidad artística, la accesibilidad y el entretenimiento.
Cuando quiero llorar no lloro, salvando otra vez las distancias, se presentaba ante el público como una película comercial autoral, tal como las de Francis Ford Coppola y William Friedkin. Uno de sus tres personajes, Victorino Pérez, era un estudiante que se incorporaba a la guerrilla en los años sesenta, por lo que era cercano a los jóvenes del filme de Stuart Hagmann, y, al igual que esas tres películas, era básicamente un producto de entretenimiento. También buscaba por otra vía al público interesado en la cultura: estaba basada en la novela homónima de Miguel Otero Silva, obra de un escritor e intelectual de ideas de izquierda.
Prueba de la capacidad del Nuevo Cine Venezolano de competir con Hollywood es que de 1976 a 1980 la recaudación de los filmes nacionales fue en promedio de 239.000 dólares frente a 105.000 dólares de las películas extranjeras.
Por lo que a la televisión respecta, en ese momento estaba en un acelerado proceso de penetración, que la llevaría de 47% de los hogares en 1970 a 79% en 1979. Pero su oferta era restringida: tres canales privados, cuya programación tenía como principal oferta en ese momento telenovelas de más de 200 capítulos, realizadas principalmente en interiores y basadas en libretos clásicos de la radiodifusión cubana. La situación comenzaría a cambiar, con las adaptaciones literarias que se estrenaron de 1974 en adelante, y sobre todo con la “telenovela cultural” que empezó a hacerse en 1977, como respuesta a una serie de medidas del Gobierno. Hasta 1979, además, la televisión venezolana fue en blanco y negro.
Allí había una oportunidad de competir que podía aprovecharse, en primer lugar, con el uso del color y el formato panorámico. Mostrando la ciudad y el país, rodando en exteriores, también. Formas de tratar la violencia como la acuñada por Sam Peckinpah, y en especial la presentación de desnudos, y escenas sexuales o comportamientos considerados inmorales, como el consumo de droga, eran otras razones para que el público adulto saliera de su casa al cine, en vez de ver televisión. El último tango en París (Ultimo tango a Parigi), de Bernardo Bertolucci, y Emmanuelle, por ejemplo, estuvieron entre las películas taquilleras de 1974 y 1975, respectivamente.
Los desnudos y la droga están presentes en Cuando quiero llorar no lloro, y hay un tiroteo en cámara lenta y con chorros de sangre al estilo Peckinpah, junto con algunas ventajas competitivas que podía tener la televisión nacional frente al cine extranjero: la película estaba hablada en español, sin subtítulos que resulta engorroso leer. Era cine en el cine, pero como los filmes doblados de la televisión. La narración sencilla era comprensible para el público de la TV y contaba con actores nacionales conocidos para los espectadores de ese medio.
Pero, sobre todo, el tipo de cine nacional que estableció la película de Mauricio Walerstein era una alternativa para poder ver y escuchar cosas sobre la realidad nacional y la política que no tenían cabida en los medios, o se las presentaba de otra manera, sin dejar por ello de aprovecharse de los clichés del periodismo sensacionalista. Los terroristas de la propaganda oficial eran los protagonistas de una insurrección por la vía de las armas cuyo fracaso era examinado en los filmes, por ejemplo. El hampón “antisocial” de la prensa era un ser humano surgido de la marginalidad, y que en Soy un delincuente era capaz de expresar claramente las razones por las que su vida criminal era una forma de rebeldía.
Los filmes de temática socio-marginal y político-guerrillera realizados entre 1975 y 1979 fueron 37,5% del total, y los basados en obras literarias venezolanas 30%. Eso da una idea de la impronta de Cuando quiero llorar no lloro en el cine de esos años, puesto que la película de Mauricio Walerstein es un modelo que incluye todo eso. La descalificación del cine venezolano por sus historias de “malandros”, putas y guerrilleros tiene un fundamento real, que es ese. Pero hay que entender que esas características obedecían también a la necesidad del Nuevo Cine Venezolano de abrirse paso en el mercado.
Por eso el cine que se comenzó a hacerse a partir de la creación de Foncine, en 1981, tiene una serie de características que lo diferencian del Nuevo Cine Venezolano de 1973-1979. Ese será el tema de un próximo artículo.